“No tienen la más mínima necesidad de reconocimiento, ni deseos ocultos de poder o de ascendiente moral.
No son autoritarios.
No piden sumisión,
rendición u obediencia.
No debilitan la confianza
del otro en sí mismo apelando a que, cuando discrepa, se resiste a la verdad.
No le dan a entender que
está sumido en el ego, o en el pecado original, e incapacitado para alcanzar
por sí mismo y de forma independiente la verdad.
No se impacientan por el
ritmo de los procesos de los demás, porque no están apegados al resultado de lo
que hacen o dicen.
No ocultan sus defectos,
sus dudas y su vulnerabilidad. Su integridad no es pretensión de perfección,
pues carecen de la necesidad de representar el papel de seres humanos
perfectos.
No buscan discípulos ni los
retienen.
No dan pie a que crezcan a
su sombra los aduladores.
No juzgan negativamente el
hecho de que alguien se aleje, ni positivamente el que se acerque.
Y a quienes se acercan no
les restan el más mínimo ápice de autonomía en ningún ámbito de su vida; al
contrario, la refuerzan y alientan.
Potencian la libertad de
movimiento de los demás, porque ellos la tienen.
Dejan que cada cual encuentre
su propio camino y se alimente de sus propias respuestas, porque cada cual es
el único maestro de sí mismo.
Saben que, ante el misterio
de la vida, todos somos siempre como niños y lo que fundamentalmente nos une es
el no-saber”.
Mónica Cavallé “El arte de ser”
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